miércoles, 25 de enero de 2012

Propuesta de textos para ilustrar

Descripción de un lugar: dos espacios distintos, dos mundos distintos: la tristeza de una ciudad del norte oscurecida; la vida primitiva en la selva.
Por las mañanas, al asomarme al balcón, veo el pueblo con sus tejados rojos, negruzcos, sus chimeneas cuadradas y el humo que sale por ellas en hebras muy tenues en el cielo gris del otoño.
Después de las lluvias abundantes, las casas están desteñidas; las calles, limpias; la carretera, descarnada, con las piedras al descubierto. El azul del cielo parece lavado cuando sale entre nubes: es más diáfano, más puro.
Enfrente veo las casas solariegas contempladas por mí en la infancia, tristes, viejas, negras. Ahí siguen todas esas viejas casas bien agarradas al suelo, con sus negros paredones y sus tejados llenos de pedruscos. Están siempre igualmente tristes, igualmente severas, durmiendo, envueltas en la bruma. Esa casa de piedra amarilla, sombreada por el saliente alero, se me figura la cara de un viejo aldeano, tosco y pensativo.

Pío Baroja: Las inquietudes de Shanti Andia.

La Misión era un pequeño oasis en medio de una vegetación voluptuosa, que crece enredada en sí misma, desde la orilla del agua hasta las bases de monumentales torres geológicas, elevadas hacia el firmamento como errores de Dios. Allí el tiempo se ha torcido y las distancias engañan al ojo humano, induciendo al viajero a caminar en círculos. El aire, húmedo y espeso, a veces huele a flores, ahierbas, a sudor de hombres y a aliento de animales. El calor es oprimente, no corre una brisa de alivio, se caldean las piedras y la sangre en las venas. Al atardecer el cielo se llena de mosquitos fosforescentes, cuyas picaduras provocan inacabables pesadillas, y por las noches se escuchan con nitidez los murmullos de las aves, los gritos de los monos y el estruendo lejano de las cascadas, que nacen de los montes a mucha altura y revientan abajo con un fragor de guerra. El modesto edificio, de paja y barro, con una torre de palos cruzados y una campana para llamar a misa, se equilibraba, como todas las chozas, sobre pilotes enterrados en el fango de un río de aguas opalescentes cuyos límites se pierden en la reverberación de la luz. Las viviendas parecían flotar a la deriva entre canoas silenciosas, basura, cadáveres de perros y ratas, inexplicables flores blancas.

Isabel Allende: Eva Luna.

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