jueves, 12 de enero de 2012

Experiencia de ilustración de textos fundamentalmente descriptivos

SELVA   
de Juana de Ibarbourou 

Selva; he aquí una palabra húmeda, verde, fresca, rumorosa, profunda. Cuando uno la dice, tiene en seguida la sensación del bosque todo afelpado de musgos, runruneante de píos y de roces, lleno de los quitasoles apretados y movibles de las copas de los arboles, bajo las cuales las siestas ardientes son tan dulces y donde es tan grato, tan grato, tenderse a soñar. ¡Selva! ¡Oh, Dios mío, qué palabra tan alegre y tan fresca! ¡Qué palabra para mí tan llena de reminiscencias! Huele a eucaliptos, a álamos, a sauces, a grama; suena a viento, a agua que corre, a pájaros que cantan y pían, a roce de insectos y croar de sapitos verdes; evoca redondeles de sol sobre la tierra, frutas silvestres de una dulzura áspera, caravanas de hormigas rojas cargadas de hojitas tiernas, penumbra verdosa y fresca, soledad. ¡Oh Dios mío, evoca mis quince años y toda mi alegría sana inconsciente y salvaje!

La Magdalena de Proust  

« […] En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té […]»    

El festín de Babette. 

Isack Dinessen  

“(…) XI. El discurso del general.       - Se han abrazado, -dijo el general- la misericordia y la verdad, amigos míos. La rectitud y la dicha se besarán mutuamente.     Hablaba con una voz clara que había adiestrado en el campo de instrucción y había resonado dulcemente en los salones reales; sin embargo, hablaba de forma tan nueva para él mismo, y tan extrañamente conmovedora, que después de la primera frase tuvo que hacer una pausa. Porque tenía costumbre de pronunciar sus discursos con cuidado, consciente de su invención; pero aquí, en medio de la sencilla congregación del deán, era como si la figura entera del general Loewenhielm, con su pecho cubierto de condecoraciones, no fuese más que un megáfono dispuesto para el mensaje que iba a pronunciar.     -El hombre, amigos míos –dijo el general Loewenhielm-, es frágil y estúpido. Se nos ha dicho que la gracia hay que encontrarla en el universo. Pero en nuestra miopía y estupidez humanas, imaginamos que la gracia divina es limitada. Por esa razón temblamos... –nunca hasta ahora había confesado el general que temblaba; se quedó sinceramente sorprendido, y hasta estupefacto, al oír su propia voz proclamando tal cosa-. Temblamos antes de hacer nuestra elección en la vida; y después de haberla hecho, seguimos temblando por temor a haber elegido mal. Pero llega el momento en que se abren nuestros ojos, y vemos y comprendemos que la gracia es infinita. La gracia, amigos míos, no exige nada de nosotros, sino que la esperamos con confianza y la reconocemos con gratitud. La gracia, hermanos, no impone condiciones y no distingue a ninguno de nosotros en particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y proclama la amnistía general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y aquello que hemos rechazado es derramado sobre nosotros en abundancia. ¡Pues se han abrazado la misericordia y la verdad, y la rectitud y la dicha se han besado mutuamente!     Los Hermanos y Hermanas no comprendieron del todo el discurso del general; pero su rostro sereno e inspirado, y el sonido de las palabras familiares y queridas, inundaron y conmovieron todos los corazones. Así es como, treinta años después, el general Loewenhielm consiguió dominar la conversación en casa del deán. De lo que ocurrió más tarde nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía después ciencia clara de ello. Sólo recordaban que los aposentos habían estado llenos de una luz celestial, como si diversos halos se combinaran en un resplandor glorioso. Las viejas y taciturnas gentes recibieron el don de lenguas; los oídos, que durante años habían estado casi sordos, se abrieron por una vez. El tiempo mismo se había fundido en eternidad. Mucho después de la media noche, las ventanas de la casa resplandecían como el oro, y doradas canciones se difundían en el aire invernal.     Los corazones de las dos viejas que antes se habían calumniado retrocedieron ahora más allá del período maligno al que habían vivido aferradas, hasta esos días de su primera juventud en que, juntas, se preparaban para la confirmación e inundaban de canciones los caminos de Berlevaag cogidas de la mano. Un Hermano de la congregación le dio un golpe a otro en las costillas, a modo de caricia entre chicos, y exclamó: “¡Tú me engañaste con aquella madera, sinvergüenza!” El Hermano así interpelado estuvo a punto de caerse al suelo acometido por un ataque de celestial risa; pero brotaron lágrimas de los ojos. “Sí, te engañé, querido Hermano”, contestó, “te engañé”. El capitán Halvorsen y Madam Oppegaarden, de repente, se sorprendieron muy juntos en un rincón, dándose el largo beso para el que le incierto y secreto amor de su juventud jamás les había brindado ocasión.     La grey del viejo deán estaba formada por gente humilde. Cuando, pasado el tiempo, pensaban en esta noche, nunca se les ocurría que aquella exaltación se debiera a sus propios méritos. Se daban cuenta de que les fue concebida la gracia infinita de que el general Loewenhielm les había hablado, y ni siquiera se maravillaban de ello, pues no había sino el cumplimiento de una esperanza siempre presente. Las vanas ilusiones de este mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y habían visto el universo como verdaderamente es. Se les había concedido una hora de eternidad.       La vieja señora Loewenhielm fue la primera en marcharse. Su sobrino la acompañó, y las anfitrionas salieron a despedirles con luces. Mientras Philippa ayudaba a la vieja dama a ponerse sus múltiples envolturas, el general cogió la mano de Martine y se la retuvo largo rato en silencio. Por último, dijo: - He estado con usted cada día de mi vida. Sabe usted que es cierto, ¿verdad? - Sí –dijo Martine-; sé que lo es. - Y –prosiguió él- seguiré estándolo cada uno de los días que me queden por vivir. Cada noche me sentaré, si no corporalmente, lo que no significa nada, sí de manera espiritual, que lo es todo, a cenar con usted, exactamente igual que esta noche. Pues esta noche he aprendido, querida hermana, que en este mundo todo es posible. -  Sí; así es, querido hermano –dijo Martine-. En este mundo todo es posible. Dicho esto, se despidieron. Cuando finalmente se disolvió la reunión, había cesado de nevar. El pueblo y las montañas tenían un esplendor blanco, ultraterreno, y en el cielo brillaban miles de estrellas. En la calle, la nieve era tan espesa que resultaba difícil caminar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a pie y andaban haciendo eses, se caían sentados o sobre las manos y rodillas, y se levantaban cubiertos de nieve, como si se hubiesen lavado los pecados y hubiesen quedado tan blancos como la lana; y con este vestido de inocencia recobrada andaban retozando como corderos. Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era bienaventuradamente gracioso ver a los Hermanos, que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez celestial. Daban traspiés, se enderezaban, caminaban o se quedaban parados, formando a veces una gran cadena de beatíficos lanciers.  - “¡Benditos, benditos, benditos seáis!”, resonaba por todas partes como un eco de la armonía de las esferas. Martine y Philippa permanecieron largo rato en la escalera de piedra del portal. No sentían frío. “Las estrellas están más cerca”, dijo Philippa. -  Se acercarán todas las noches- dijo Martine en voz baja-. Es muy posible que no vuelva a nevar más. En esto, sin embargo, se equivocaba. Una hora después empezaba a nevar otra vez, y cayó una nevada como nunca se había conocido en Berlevaag. A la mañana siguiente, las gentes apenas podían abrir sus puertas contra la nieve acumulada. Las ventanas de las casas estaban tan espesamente cubiertas, según se contaba años después, que muchos buenos vecinos del pueblo no se dieron cuenta de que había amanecido y siguieron durmiendo hasta bien entrada la tarde.(…)”   

Las ciudades invisibles. 
Italo Calvino  

LAS CIUDADES SUTILES. 2  Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distinta altura, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escalas de cuerda y veredas suspendidas, coronadas por miradores cubiertos de techos cónicos, cubas de depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas. No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y por siempre indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si a quien vive en Zenobia se le pide que describa como vería feliz la vida, es siempre una ciudad como Zenobia la que imagina, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia quizá totalmente distinta, flameante de estandartes y de cintas , pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo. Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos especies, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos o bien logran borrar la ciudad o son borrados por ella.  


LAS CIUDADES Y EL DESEO. 5 

Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo. Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más. Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca mis a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacia tiempo. Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar. Los que habían llegado primero no entendían que era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.   

LAS CIUDADES SUTILES. 3

Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas. Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas. La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para  congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.

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